(IAR-Noticias) 28-Sept-05
Nuestros políticos saben que el doble rasero que tenemos para medir la tragedia
es proverbial. Si los muertos se cuentan por docenas cada día en Irak, saben que
eso no provocará ningún movimiento social.
Editorial CNT, Argentina
Como si se tratara de una calculada estrategia, desde que sucedió el todavía
enigmático 11-S vemos sucederse hechos trágicos en esta zona del mundo
occidental donde los nuevos terrorismos parece ser que han puesto sus miras. Los
terrorismos locales tradicionales han quedado mudos ante el desconcierto que
llamado islamismo radical consigue crear en nuestras sociedades.
Y es que el eco
de cualquier atentado siempre es reproducido no por sus creadores, sino por los
estados. Y nuestros estados han decidido crear eso que han denominado "al-quaeda",
extraña especie de Doctor No adaptado a los tiempos que corren.
Mientras, nosotros, la gente, somos incapaces de saber si existen o no, por
donde andan o de tomar cualquier medida precautoria. La cuestión era, que
tuviéramos el miedo en el cuerpo, que se creara una amenaza silenciosa y que
sirviera de coartada para hacer ciertas cosas que no se pueden hacer en tiempos
de paz. Quien anda por detrás del escenario lo ignoramos. Cómo se consiguen
elaborar y realizar estos atentados ante la mirada de todas las policías del
mundo también. Nosotros servimos para poner la sorpresa y como no, los muertos.
Nuestros políticos saben que el doble rasero que tenemos para medir la tragedia
es proverbial. Si los muertos se cuentan por docenas cada día en Irak, saben que
eso no provocará ningún movimiento social. Si la amenaza de la muerte, esa misma
muerte, se cierne sobre nuestras ciudades, entonces se produce, pero el
resultado es el miedo, no la repulsa ante la violencia gratuita y asesina que
occidente ejerce en la mayor parte del mundo. Y es fácil explotar ese miedo,
como también lo es hacerlo con la indiferencia que mostramos respecto a los
padecimientos de otras sociedades.
Toca extremar la vigilancia, aumentar el control, despellejar aun más el
precario remedo de democracia que tenemos. Convertirnos en sospechosos para
nosotros mismos. Administrar la psicosis colectiva. Generar desconfianza en
todos para que el individuo pueda tener una sensación de seguridad que sabe
falsa, pero que es lo único a lo que puede agarrarse. Y cuando hay miedo, los
derechos del otro se deshacen bajo lo que se pretende llamar "el imperio de la
ley". Volvemos a ver como se sacan los viejos conceptos, el orden, la seguridad,
la ley, control, guerra permanente. Nos los creemos, los usamos, los repetimos,
asentimos.
Pero todo ese aumento de la vigilancia, ¿nos trae la seguridad o nos instala en
la inseguridad permanente? ¿queremos en realidad paliar las desigualdades y la
injusticia en el mundo o simplemente queremos mantener nuestro islote de falsa
paz? Alguien hablaba de la tercera guerra mundial, ésta ya sin escenario
geográfico definido ni declaraciones ni convención de Ginebra.
Los réditos de esta inseguridad son elevados. Y sus administradores son los
estados. En nada revierten en los pueblos sometidos, que siguen siendo
ignorados, y cuya muerte sigue siendo barata en el mercado mundial. La cuestión
es intentar darse cuenta de si nuestros gobernantes están preocupados de nuestra
seguridad o no.
Ahora se cumplen 60 años del lanzamientos de las bombas atómicas en Japón. Desde
entonces, la radiación, proveniente de esas y de otras explosiones, de las
centrales nucleares, del almacenamiento de residuos, de la utilización de
armamento nuclear en todas las guerras modernas, va sembrando víctimas en todo
el mundo. Esa preocupación no figura en la agenda.
La industria del armamento sigue siendo la más saneada y la que genera la
investigación que después se reparte en otros fines del capitalismo. Pero no hay
problema en eso. La consideran una actividad "decente". La ocupación económica,
continuación de la guerra cuando ésta no produce el suficiente beneficio, no se
condena. Los países son esquilmados en sus recursos y ahogados por la deuda
externa. El FMI condena diariamente a la pobreza a millones de personas,
obligando a la privatización de los servicios y por tanto hurtándolos a los más
pobres. Nadie entrará en su sede y los llevará a juicio acusados de genocidio.
La degradación del medio ambiente es evidente. Las medidas para paliarla, son
obviamente insuficientes, y aún los países más ricos de la tierra se atreven a
incumplirlas con toda desfachatez. Las empresas necesitan producir contaminantes
para seguir vendiendo. Y no veremos por ello entrar las tropas de la ONU en
Estados Unidos para obligarles a cumplir el exiguo protocolo de Kioto. La
estructura del comercio mundial está establecida para asegurar la ganancia de
los más ricos y fomentar la explotación laboral y social en los países más
pobres. Las políticas de aranceles se negocian en las cumbres a espaldas de los
que mueren cada día víctimas de la competitividad. Los niveles de contaminación
hacen ya la vida imposible en muchos lugares, pero ¿por qué sentirnos amenazados
por ello, si es para aumentar la ganancia de los que nos suministran los objetos
de consumo que tanto nos gustan?
La actividad económica es la realmente protegida en este mundo. Frente a los
derechos individuales y colectivos, los derechos de la empresa son los realmente
protegidos. Si el turismo devasta constantemente el medio y destruye y
reconstruye a los usos del consumo lugares que no son capaces de soportar esa
carga humana, no hay que reparar en ello; el negocio es lo primero. Lo que
comemos, lo que respiramos y lo que bebemos dista mucho de estar en condiciones
saludables, y en muchos casos se convierten en los asesinos de los más pobres.
Pero el capitalismo se resiente si los controles se extreman, las empresas deben
tener las mínimas trabas posibles para producir y vender. Los transgénicos no se
han probado suficientemente, y sus riesgos son totalmente desconocidos, pero son
una importante ganancia para las transnacionales, por lo que no se le pueden
poner barreras. La ropa que nos ponemos y muchas de las cosas que compramos a
bajo precio, es decir, lo que ponen a nuestro nivel para que nosotros nos
creamos también ricos, está fabricado por niños que trabajan quince o dieciséis
horas al día en lugares que darían miedo sólo imaginar. ¿Nos imaginamos el
terror de esas vidas, mientras nos colocamos la marca de Nike, de Adidas, o de
otras tantas?

Las muertes en accidentes de trabajo arrojan una cifras ciertamente aterradoras.
Pero como el asesino es el capitalismo, basta con crear un par de comisiones,
unos cuantos pactos con nuestras corporaciones sindicales y ya. Repartir unos
cuantos cientos de millones en cursillos inútiles y quedamos a gusto con nuestra
conciencia. Ningún empresario ha entrado en la cárcel por provocar la muerte de
sus trabajadores.
El ocio occidental se basa en producir negocio. Cada fin de semana mueren solo
en este país en la carretera más gente que la que murió en los atentados de
Londres. En vez de pensar el terror que debería dar el coche, todos preferiremos
"aumentar la seguridad", insólita idea que da muestra de la languidez de
nuestros criterios, que nos permitirán justificar que maten a cualquier inocente
solo por ser sospechoso de terrorista (como el brasileño de Londres) y que
veamos normal que ese tal Farruquito no vaya ni siquiera a la cárcel por
atropellar primero y después abandonar a su víctima.
Así pues, para qué buscar a nuestros supuestos enemigos en unos tipos
desarrapados en los montes de no se sabe que país oriental? ¿acaso nuestros
gobernantes nos proporcionan alguna clase de seguridad? Los fabricantes del
terror organizado están aquí, vendiéndonos este mundo falso, esta falsa paz,
esta falsa seguridad.
Pero cada vez son más los que ven el decorado. Los que se dan cuenta de quien
mueve los hilos y porqué. Los que tratan de nos deshumanizarse por el miedo, de
no perder la perspectiva frente al panorama. Creamos y creemos; creámonos que
somos los que tenemos la posibilidad de crear una sociedad distinta lejos de
tanta barbarie, y creémosla. Adelante.
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