La
invasión de Irak, según nos dijeron, libraría al mundo de un peligro mortal. Un
año después, los únicos que se sienten más seguros son los que prefieren no
pensar por sí mismos.
En la torre de
telecomunicaciones del otro lado del Tigris todavía puede verse el impacto de
los misiles de crucero. El Ministerio de Defensa sigue en ruinas. La mitad de
los ministerios de Gobierno de Bagdad continúa mostrando las huellas del fuego,
un recordatorio necesario de la fiebre incendiaria que se apoderó de la gente de
la ciudad durante las primeras horas y los primeros días de su “liberación”.
Sin embargo, los símbolos de
la guerra no son las cicatrices de la invasión del año pasado; no podemos hablar
de “la guerra del año pasado”, porque la guerra continúa aún a día de hoy. No,
la verdadera locura de nuestra invasión puede verse en las fortalezas que están
construyendo las fuerzas de la ocupación, las murallas de acero, hormigón y
blindaje de las que se han rodeado los estadounidenses. Cual cruzados, están
construyendo castillos en medio de ese pueblo al que fueron a “salvar”, para
protegerse de aquellos que debían haberlos recibido con flores.
Incluso en las más estrechas
calles de Bagdad se huelen las flores de azahar, tan dulces como penetrantes, un
pequeño paraíso entre la mugre y el hedor de la bencina. Sin embargo, también se
oye el sonido de una población alienada para quien todo problema, toda vejación,
todo percance, toda tragedia, es culpa y responsabilidad de sus ocupantes. Igual
que nosotros culpamos a Blair de la guerra –y sólo a Blair y a Bush–, los
Irakuíes culpan a los que han acudido a hacerse cargo de su país:
estadounidenses, británicos, occidentales, extranjeros.
Ay, qué diferentes somos.
Ay, qué diferentes son. Polos opuestos. Y sin embargo, no tan diferentes. Iba a
ser una guerra de “boy scouts”. Así es como nuestros dirigentes nos presentan
hoy en día la muerte, la sangre y la traición. Y, lo que resulta extraño, así es
también como les presentan la guerra a los árabes sus dictadores y sus reyes.
Cuando Sadam envió sus legiones a Irán en 1980, apodó su agresión “guerra
relámpago”; la segunda parte, once años después, sería “la madre de todas las
batallas”.
Tuvimos el Escudo del
Desierto, la Tormenta del Desierto y, el año pasado, la operación Liberación de
Irak. Ahora los estadounidenses –luchando contra una resistencia que jamás
habrían imaginado que pusiera en tela de juicio su ocupación de Irak– ponen en
marcha la operación Yunque de Hierro, la operación Martillo de Hierro e incluso
esta semana, en Afganistán, la operación Tormenta de la Montaña.
Nuestra memoria popular de
la Segunda Guerra Mundial (puesto que la mayoría de la población británica, al
igual que el Gabinete de Tony Blair, posee pocos recuerdos directos del
conflicto de 1939-1945) se invoca ahora como tráiler de la gran película, una
parte necesaria de la familiar narración de una guerra. El hombre del bigote –Nasser
o Sadam– es como el pequeño ex cabo del bigote que envió a la Luftwaffe sobre
Inglaterra en 1940. Los hombres que iban a defendernos de la Bestia de Bagdad,
del Hitler del Tigris (si bien es cierto que Sadam era fan de Stalin) eran
Churchills, Roosevelts, titanes en la batalla contra el mal. Me temo que
Churchill no habría tenido tiempo para esos hombrecillos que ansían sentarse en
su trono histórico, con su sinceridad desesperada, su arrogancia, su constante
uso del “absolutamente” y el “completamente”.
Así pues, cuando nos estaban
preparando la senda hacia la guerra en Irak hace más de un año, se desempolvaron
loa viejos recuerdos de 1939-1945. Los que no deseaban enfrentarse a Sadam eran
Chamberlains, apaciguadores, peleles, posibles quintacolumnistas. Los que
estaban dispuestos a ir a descolmillar al monstruo marchaban hacia la batalla
como las Ratas del Desierto de El Alamein. Durante la liberación de Kuwait, en
1991, el comandante británico, el general sir Peter de la Billiere, llegó a
lucir en el hombro una insignia auténtica de las Ratas del Desierto del Octavo
Ejército. En la Navidad de 1990, cuando las tropas británicas esperaban en el
desierto saudí para atacar a los Irakuíes, la BBC combinó entretenimiento para
los soldados y sus familias con imágenes de informativos que mostraban tanques
británicos en el desierto Occidental en 1942.
Con todo, hubo algunos
lapsus. Cuando Blair nos dijo que debíamos apoyar a George W. Bush, nos recordó
a todos que Estados Unidos había acudido a nuestro rescate en la Segunda Guerra
Mundial, y tuvo la clemencia de olvidar mencionar el provechoso periodo de
neutralidad que disfrutó Estados Unidos hasta que los japoneses atacaron Pearl
Harbor en diciembre de 1941. Los comentaristas estadounidenses recordaron a su
público británico que Estados Unidos había declarado la guerra a Hitler. Eso es
falso. Fue Hitler quien declaró la guerra a Estados Unidos en 1941.
Y cuando nos atrevimos a
recordar que Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa estadounidense, estuvo
estrechando la mano a Sadam allá a principios de la década de 1980 –cuando éste
estaba en su momento más genocida–, nos sacaron a Churchill a colación.
Recuerdo a uno de los
“comentaristas” conservadores de Estados Unidos –en esa ocasión de la Brookings
Institution–, que me argumentó en una entrevista de la BBC que “Churchill decía
que a veces hay que pactar con el Diablo”. Le contesté que eso no era así.
Churchill no dijo nada semejante. Lo que sí le comentó a John Colville después
de la invasión nazi de la Unión Soviética, en 1941, fue que “si Hitler invadiese
el infierno, yo como mínimo haría una alusión favorable al Diablo en la Cámara
de los Comunes”. Rumsfeld hizo mucho más que una alusión.
Hace un año, en los días
anteriores a la invasión de Irak, además de a la Segunda Guerra Mundial, las
amenazas también debían tener cierto regusto a guerra fría. Condoleezza Rice, la
especialista de Bush en amenazas y terror, nos advirtió acerca de un “hongo” –la
versión rusa, es de suponer, y no la de Hiroshima o Nagasaki–, e invocó la
palabra “holocausto”. El absurdo “dossier” de Blair –ridícula descripción del
documento engañoso y de mala redacción del primer ministro secundada por los
periodistas– sugería de forma indirecta que Londres podía ser atacado; fijémonos
en que, cuando se lo preguntaron en la investigación de Hutton, nuestro hombre
más importante de los servicios secretos afirmó no ver nada malo en lo que había
publicado la prensa sensacionalista a este respecto. Ahí estaban de nuevo las
antiguas pesadillas: el “blitz” sobre Londres.
¿Y nuestros amigos y aliados
europeos? En caso de que osaran oponerse a nuestras ansias de guerra, serían
unos cobardes, faltos de agallas y desagradecidos para con los estadounidenses
que los liberaron del yugo de la Alemania nazi. La “Vieja Europa”, por utilizar
la vergonzosa expresión de Rumsfeld, sería colaboracionista, potencialmente nazi
o –en el caso de Francia, claro está– petainista.
Pobrecilla Francia. Cuando
el “Wall Street Journal” envió a su corresponsal de vuelta a las playas del día
D de 1944, resultó gratificante descubrir que los franceses aún agradecidos que
viven allí le recordaron que los estadounidenses habían dado sus vidas por la
liberación, no por una futura obediencia política. Alemania era una nación mucho
más difícil de condenar porque no se podían establecer paralelismos con la
Segunda Guerra Mundial.
A los alemanes, a fin de
cuentas, era difícil injuriarlos por no ser suficientemente belicosos. No
obstante, resulta espeluznante reflexionar que, cuando hablé con Osama Bin Laden
sobre ataques a estadounidenses en 1997, él comparó esos atentados con los de la
resistencia francesa contra la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial.
El conflicto de 1939-1945 es una montaña de cuyas canteras todos nos podemos
abastecer.
Todo eso, no obstante, era
una narración que podía armonizarse –y se armonizó– con la guerra para el hombre
de a pie. Sospecho que esto comenzó antes de la guerra de Kosovo y mientras ésta
duró, ya que Hitler volvió a ser desenterrado entonces (de una forma bastante
impropia, a la vista del coraje de Yugoslavia durante la guerra contra los
nazis) para ensombrecer más aún el nombre de la Bestia de Belgrado. Ésa era la
primera guerra de la posguerra –no sé si me explico– en la que participaban los
alemanes. Así pues, a los reporteros del cuartel general de la OTAN se les animó
a referirse a la Luftwaffe como a las “Fuerzas Aéreas alemanas”. El propio
Slobodan Milosevic, por supuesto, proporcionó imágenes con las que acompañar los
recuerdos del holocausto: las largas filas de albaneses kosovares despojados de
sus bienes y endurecidos que llegaban a raudales a Macedonia.
Sin embargo, la OTAN creó el
marco para ello. Tuvimos al portavoz Jamie Shea, ligeramente cómico con su
acento “cockney”, siempre a punto con una buena cita de Hobbes y su rapidez a la
hora de desestimar preguntas que pudieran resultar problemáticas. Cuando un
avión de la OTAN bombardeó un tren en el puente de Grdelica, en Serbia, se
presentó con un vídeo de la bomba –demasiado tarde para abortarla a causa de la
velocidad a la que se acercaba el tren al puente– sin mencionar que habían
aumentado la velocidad de la película y, algo que era mucho peor, que el piloto
continuó bombardeando el puente después de que el tren se detuviera.
Cuando la OTAN bombardeó un
estrecho puente de carretera en un segundo ataque y mató a un grupo de civiles
encargados de búsquedas y rescates, Shea señaló de manera lacónica que el puente
podría haber servido de paso a un tanque. No era cierto; no era lo
suficientemente ancho. Cuando la OTAN mató a pacientes de un hospital, Shea lo
describió como un objetivo militar. La investigaciones efectuadas por “The
Independent” después de la guerra demostraron que había soldados yugoslavos
ocultos en el sótano del hospital. La OTAN debía de conocer este dato, igual que
conocía la existencia de los pacientes, así que bombardeó el centro hospitalario
de todas formas. Y se quedó tan tranquila.
El misil que mató a cientos
de Irakuíes en un refugio antiaéreo en Bagdad en 1991 se convirtió en un momento
decisivo de la guerra. El viejo bulo sobre los misiles antiaéreos que explotaban
entre los Irakuíes se vino abajo cuando Brent Sadler, de la CNN –la cadena
televisiva que se encargó en aquellos días de cumplir su trabajo y contarnos la
verdad–, presentó parte de un misil de crucero que había explotado en un hotel
de Bagdad.
La OTAN intentó la misma
jugada cuando bombardeó el convoy de refugiados albaneses kosovares en 1999.
Entonces sugirió que los aviones yugoslavos habían atacado a los civiles. En
aquella ocasión fue “The Independent” el que encontró los códigos informáticos
en la metralla, que demostraban que las bombas eran de la OTAN. Sin embargo y
con mucho, el planteamiento “para el hombre de a pie” de la OTAN funcionó.
Milosevic era un personaje tan deleznable que pudimos olvidar su importante
papel en el acuerdo de Dayton de 1995 –cuando fue agasajado por Richard
Holbrooke, principal negociador de Estados Unidos que quería introducir a las
tropas estadounidenses en Bosnia sin mediar batalla, y cuando se ordenó de forma
tajante a los albaneses kosovares que se callaran– y pudimos, además, pasar por
alto la letra pequeña de las conversaciones de paz de 1999 en Rambouillet sobre
Kosovo. En un anexo al acuerdo propuesto se afirmaba que los serbios debían
permitir que la OTAN accediera a todas las carreteras, las vías férreas, las
emisoras de radio, las fronteras y los territorios serbios; condición que
ninguna nación soberana aceptaría jamás. Así acabó de pavimentarse el camino
hacia la guerra.
En los meses previos a la
invasión de Irak, el año pasado, sospecho que esto se recordaba bastante bien en
Whitehall. El “dossier” de Blair era digno de Jamie Shea, su lista de
violaciones de derechos humanos –si bien es cierto que, en determinados casos,
se trataba de un refrito de material de dudosa procedencia con ya once años de
antigüedad– contenía mentiras por omisión. Recordaba el levantamiento de los
musulmanes chiitas en Basora, en 1991, y la subsiguiente represión ejercida por
Sadam sin mencionar ni una sola vez que fuimos nosotros, Gran Bretaña y Estados
Unidos, quienes hicimos que esas pobres gentes se rebelasen y los traicionamos a
continuación dejándolos a merced de Sadam.
Hecho que no es muy distinto
a la declaración realizada por el general Wesley Clark en 1999 de que la OTAN
estaba bombardeando Serbia para devolver a los refugiados albaneses kosovares a
sus hogares; pese a que la mayoría de ellos se encontraba en su hogar cuando la
OTAN inició los bombardeos.
También sospecho que una de
las principales razones por las que tantas decenas de miles de británicos –y
europeos– se manifestasen en contra de la guerra no fue sólo su convencimiento
de que la guerra era injusta y estaba basada en mentiras, sino la sensación de
que los estaban haciendo callar, de que los estaban tratando como niños, de que
Blair y sus partidarios los estaban tratando sin respeto. El secretario de
Estado británico de Asuntos Europeos, Dennis MacShane, descubrió la jugada en
Bruselas justo antes de la invasión de Irak cuando les dijo a los críticos
británicos que en algunas ocasiones la misión de un primer ministro era “guiar”
a su pueblo. Los europeos no necesitaban que nadie les recordase que “guía” en
alemán es “führer”.
Y, a mi parecer, eso es lo
que se cree Blair en estos momentos: un “guía” que lidera a su pueblo por su
propia transparencia moral. Fue el primer ministro irlandés Eamon de Valera
quien dijo en una ocasión que, cuando quería saber lo que el pueblo irlandés
pensaba, no tenía más que escuchar su propio corazón. Desafortunadamente, esto
es lo que Tony Blair pensó cuando fue a la guerra. Nuestros sentimientos,
nuestras visiones, nuestras creencias, nuestras convicciones y nuestros
argumentos tanto tiempo mantenidos no contaban. Porque él sabía más que los
demás.
Si hubiéramos podido ver
simplemente el material sobre Irak elaborado por los servicios secretos que pasó
por su mesa, según dijo Blair en la Cámara de los Comunes, no estaríamos
poniendo en duda sus motivos para la guerra. Por supuesto, ahora que sabemos
exactamente qué pasó por la mesa de Blair, sabemos que no erramos al desconfiar.