(IAR-Noticias)
24-En-05
Por Tomás Eloy Martínez - La
Nación
Tendríamos
que arrojar nuestras novelas al mar porque la realidad las está volviendo
inútiles, repitieron Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez en octubre de 1996,
cuando una vidente conocida como La Paca anunció que sus artes de rabdomante le permitirían saber dónde estaba el esqueleto perdido del
diputado Manuel Muñoz Rocha, desvanecido desde hacía dos años en el aire
cenagoso de la ciudad de México.
Más que una novela de la vida real, aquellos días estaban escribiendo en
verdad una tragedia shakespeariana, aunque con más enredos que los de un
folletín.
En el centro de la escena estaban –todavía están– el ex presidente Carlos
Salinas de Gortari y su hermano Raúl, veinte meses mayor. En segundo plano,
José Francisco Ruiz Massieu, secretario general del partido de gobierno y ex
cuñado de ambos, divorciado de Adriana Salinas desde 1978; también el fiscal
especial Mario Ruiz Massieu, el candidato presidencial Luis Donaldo Colosio
–asesinado en Lomas Taurinas, Tijuana, en marzo de 1994– y el presidente
Ernesto Zedillo.
El último de los personajes en aparecer, hace pocas semanas, fue el sombrío,
casi invisible hermano menor de los Salinas, Enrique, a quien encontraron
muerto el 6 de diciembre de 2004 dentro de un automóvil Passat, en el suburbio
de Huixquilucan, estrangulado y con una bolsa de plástico ciñéndole la cabeza.
No es fácil contar una historia tan laberíntica, regida por la codicia, la
envidia, el afán de poder y las más oscuras pasiones del espíritu humano. Se
podría empezar, tal vez, por el máximo momento de gloria de Carlos Salinas de
Gortari, cuando las revistas norteamericanas lo definían como el arquitecto de
la prosperidad de México, a la vez que tenía asegurado su nombramiento como
secretario general de la Organización Mundial de Comercio, en febrero de 1995,
dos meses después de haber cedido a Zedillo la presidencia del país.
O acaso se podría empezar cuatro décadas antes, en vísperas de la Navidad de
1951, cuando Carlos, que entonces tenía tres años, y Raúl, de cinco,
asesinaron por fusilamiento a una criada adolescente con un rifle calibre 22,
mientras estaban "jugando a la guerra". "Soy un héroe. La maté de un balazo",
habría confesado Carlos con inocencia, según el diario El Universal .
La fatalidad empezaba a encarnizarse con la familia Salinas.
El poeta W. H. Auden estableció, en un ensayo memorable, que en las tragedias
griegas las catástrofes llegan desde afuera, por decisión de los dioses o del
destino inexorable; en Shakespeare, en cambio, los infortunios derivan del
albedrío y de la naturaleza moral de los personajes. La historia de los
Salinas es como la de Macbeth : hay profecías inverosímiles, crímenes
que no podrían suceder. La lógica de los hechos es, sin embargo, violada una y
otra vez, porque la voluntad de poder y la codicia de los hombres son la
fatalidad misma.
Le faltaba un año para abandonar la presidencia de México, después de un
gobierno triunfal, cuando se abatieron sobre Carlos Salinas una sucesión de
infortunios. El primer día de 1994, un ejército de guerrilleros mayas había
tomado las principales ciudades del estado de Chiapas. Los rebeldes se movían
al abrigo de las montañas con tanto sigilo e inteligencia que no había modo de
reprimirlos. Casi cuatro meses después, a fines de marzo, el sucesor que él
había ungido, Luis Donaldo Colosio, pereció de dos disparos durante un mitin
en Tijuana. El crimen fue atribuido entonces a un joven megalómano. Nunca se
demostró lo contrario.
Seis meses más tarde, cuando salía de un desayuno de trabajo en el centro de
la capital, cayó asesinado a balazos el ex cuñado José Francisco Ruiz Massieu.
Esa vez, el sicario habló, señalando que quien había pagado por el crimen era
un diputado, Manuel Muñoz Rocha, pero insinuando que la orden original
provenía de alguien poderoso, situado "más arriba". El presidente Salinas
aseguró que todos los culpables caerían en manos de la justicia, y para
demostrar que hablaba en serio nombró investigador de la causa a Mario Ruiz
Massieu, hermano de la víctima. Pero Muñoz Rocha se esfumó, nadie fuera de La
Paca supo nada más de él, y el propio Mario, que demostró desde el primer día
una frenética vocación de trabajo, renunció a las siete semanas, desalentado
–dijo– por los obstáculos oficiales.
Durante los primeros meses del gobierno de Ernesto Zedillo –el candidato de
emergencia que sustituyó a Colosio–, Mario era una especie de héroe popular, y
quién sabe durante cuánto tiempo habría seguido siéndolo si no lo hubieran
detenido en el aeropuerto de Newark, en Nueva Jersey, con una valija repleta
de dinero, siete millones de dólares en depósitos bancarios, y residencias en
Acapulco y Cuernavaca por valor de dos millones más. Era un escándalo, porque
el investigador ganaba sólo 70 mil dólares al año y porque la economía
mexicana se había desplomado en ese mismo momento.
La casa que había dejado Carlos Salinas no estaba tan en orden como se creía.
Las quiebras azotaban el país, desatando lo que se conocería como "el efecto
tequila": el peso fue devaluado un 35%, la bolsa de valores cayó 44% y medio
millón de personas fueron despedidas de sus empleos. En medio de la
catástrofe, también se supo que Mario detestaba al hermano muerto.
Casi todos los trapos sucios del poder mexicano salieron entonces a la luz.
Raúl Salinas, hermano del ex presidente, fue acusado de organizar el crimen de
su ex cuñado. Se le descubrió, a la vez, una insólita fortuna, que superaba
largamente los cien millones de dólares, en bancos suizos y norteamericanos.
Zedillo ordenó que lo detuvieran y lo envió a la cárcel. Carlos Salinas
emprendió entonces, para lavar la imagen familiar, una huelga de hambre con
agua mineral que duró veinte horas. Luego tuvo una conversación a solas con
Zedillo –que ambos niegan– y partió rumbo a exilios sucesivos en Canadá,
Estados Unidos, Cuba e Irlanda.
Parecía que las fatalidades de la familia Salinas empezaban a aplacarse,
cuando el 28 de noviembre pasado el semanario Proceso –cuya seriedad y
prestigio son incuestionables– publicó los documentos de la separación entre
Enrique y su esposa Adriana Lagarde, que establecía una indemnización de dos
millones de dólares. Se dijo que Enrique debía aún medio millón y que sin duda
habría encontrado la manera de pagarlos si no lo hubieran asfixiado en el
automóvil Passat.
Como siempre sucede en las tragedias shakespearianas, los rumores disparatados
brotaron como relámpagos. El cardenal Juan Sandoval Iñíguez dijo, contra toda
evidencia, que Enrique Salinas estaba vivo y que lo mantenían como testigo
protegido. Se describió también un tejido de móviles políticos asociados al
narcotráfico. En el centro de la telaraña aparecía, una vez más, el ex
presidente Carlos Salinas de Gortari.
Por fin, el procurador del estado de México anunció que en el origen del
crimen había una conspiración doméstica, y que preparaba órdenes de arresto
contra los parientes más cercanos y algunos amigos del difunto. "El homicidio
–dijo– tiene que ver con extorsiones, dinero, con cuentas de hace años, con
amenazas donde se cubre un familiar con otro."
La realidad mexicana ha inspirado más novelas extraordinarias que la de ningún
otro país latinoamericano. Así lo atestiguan D. H. Lawrence, Malcolm Lowry,
Carlos Fuentes, Fernando del Paso, Graham Greene. Ante la saga de los Salinas,
Shakespeare no habría arrojado sus tragedias al mar. Escribiría el novelón que
la realidad está dictándole, ahora mismo.
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