La
muerte violenta este lunes del ex primer ministro libanés Rafic Hariri en Beirut
recuerda el fin de la guerra civil en este pequeño país y un tétrico paralelo:
el asesinato del presidente Rene Moawad.
Escogido por el Parlamento contra la oposición del ex jefe del ejército, el
general Michel Aoun, ahora en el exilio dorado en Francia, Moawad provenía de la
misma confesión, pero de la localidad de Zghorta, una comunidad menos mimética
de Francia y más imbuida de sentido nacionalista árabe.
Apenas
17 días permaneció en el cargo Moawad antes de que un atentado dinamitero lo
evaporó, tras participar en una ceremonia oficial a apenas 500 metros de las
oficinas de Prensa Latina en esta capital.
Ahora
es Hariri, conocido como el Creso libanés, la víctima de lo que tiene todos los
indicios de ser una acción para eliminar a un político, cuyos presupuestos no
resultaron todo lo favorables a occidente que hubiesen deseado Washington y
París, principales actores internacionales de la situación libanesa.
La
eliminación de Hariri, además, evidencia que tres lustros después de terminadas
las confrontaciones la guerra tienen en Líbano una presencia ominosa.
Latentes los grandes problemas de la vida libanesa: distribución del poder por
razones confesionales y permanencia de las estructuras económicas que favorecen
a las comunidades cristiana maronita y musulmana sunnita, es obvio que las
causas de discordia permanezcan.
Muchas
son las versiones que circulan sobre la identidad de los ejecutores del atentado
contra Hariri, cuya fortuna personal se estima en miles de millones de dólares.
Tenido
en su momento por hombre providencial, Rafic Hariri rehusó a fines de la década
del 80 ser nombrado primer ministro de un Gabinete libanés de reconciliación, a
la espera de una coyuntura más estable y permanente, como en efecto ocurrió
pocos meses después.
En el
ínterin, el opulento economista sunnita oriundo de la región meridional de
Saida, se aseguró el control de vastas propiedades en el devastado Beirut y el
resto del país, hasta el punto de ser acusado de aprovechar su posición para
adueñarse del país.
Sin
embargo, suponer que meras discordias por dinero hayan detonado el atentado
resultaría simplista en un escenario tan complejo como el Líbano, donde las
conspiraciones son pan cotidiano.
A todas
luces detrás del atentado, que elimina al hombre, pero no a los intereses que
representa, subyace la intención de controlar la situación en este estado árabe,
cuya posición geográfica y características históricas lo revisten de una
importancia desmesurada respecto a su extensión, apenas 10 mil kilómetros
cuadrados.
Para
los entendidos, el menos interesado en la desestabilización del país es Siria,
el otro actor de importancia en la escena libanesa, unido a Beirut por un
tratado de hermandad que Hariri se negó a denunciar a pesar de las presiones en
ese sentido.
Con
Arafat muerto, Iraq ocupado e Irán bajo crecientes amenazas estadounidenses,
resulta obvio que el momento es favorable para doblegar a Siria, cuyo gobierno
mantiene una postura coherente respecto al conflicto con Israel.
Y si de
inferencias se trata, es evidente que una Siria débil es justo la cifra de la
ecuación que falta para imponer soluciones que favorezcan la omnipresencia
estadounidense en la zona.
Así,
especulaciones y cortinas de humo aparte, resultan comprensibles las aprensiones
sobre la muerte de Hariri, transmutado de buey de oro en chivo expiatorio de una
crisis, la medioriental, cuyos anales permanecen abiertos.